9.7.06

Primavera Sound: Sábado




El último día de comenzó con una infructuosa búsqueda de alguna droga estimulante con la que combatir la predecible fatiga que me encontraría en la peregrinación festivalera. Podía seguir intentándolo, pero eso hubiera significado llegar tarde a las primeras citas infalibles del día:

19.30 pm. Shellac. Una de las cosas inexplicables de la programación de las salas (el año pasado pasó lo mismo con Echo & The Bunnymen) fue ver a un grupo punk como éste en el auditorio mientras una retahíla de practicantes de la vertiente más suave del rock-folk-country-pop (en sus versiones más puras o mezcladas) tocaba al aire libre ante un auditorio que hubiera hecho un mejor uso de las butacas que pararse sobre ellas. Steve Albini trató de paliar esto invitándonos a acercarnos al escenario, pero: 1) o es tan genial que nos usó para hacer más asordinado aún su sonido, o 2) no previó que así malograba lo mejor que nos podía ofrecer tan desafortunada locación. Más allá de esto, el concierto fue una brillante demostración de lo que se puede hacer con una estética tan minimalista: que una o unas pocas canciones suenen increíbles y que en un lapso mayor de tiempo todas las canciones se parezcan. No soy un seguidor acérrimo de ellos, pero su música siempre me ha parecido como enlatada, no en el sentido de masiva, obviamente, sino pensando más en los alimentos que se llevan los soldados, exploradores o astronautas: algo expresamente esencial y desabrido. Como contrapunto, eran una de las bandas que más he visto conversar con el público, invitándonos a hacerles preguntas y mostrándose relajados y abiertos. Situaciones así hacen que surjan preguntas desconcertantes (el propio Bob Weston dijo no haber escuchado nada igual), como que un espectador le pregunte a la banda si le gusta el público (¡plop!).



20.10. Televisión Personalities. Por segundo año consecutivo no tocó.

21.20. Lou Reed-Deerhoof. Esta momia del rock podría haber sido un buen candidato para el auditorio. Como me imaginaba, a la tercera canción una mezcla de aburrimiento, lástima y desprecio me hicieron movilizarme para ver a un grupo que al menos representaba un signo de interrogación.



Así pues, enrumbé hacia el escenario más prometedor del festival para ver a Deerhoof, una banda de rock experimental de San Francisco de la que alguna vez escuché algo (creo que el Reveille), pero que (ahora lo recuerdo) borré de inmediato del ipod ante la indigerible voz de Satomi Matsuzaki. Luego de No-Neck Blues Band o Animal Collective, estos me parecieron unos desquiciados sin inspiración, o al menos con una que yo conecte. Simplemente hacer hora para ir luego a Surfin’ Bichos, concierto que prometía buen pop y sobre todo una audiencia enamorada.



22.55. Surfin’ Bichos. Una de las reuniones más soñadas del indie español era obviamente punto álgido de curiosidad para un foráneo, que los había escuchado y sobre todo oído cantar a sus compañeros de piso. Lo que más me gusta de la banda, que por otra parte no ofrece otra cosa que un excelente rock melódico, son las letras de Fernando Alfaro, uno de los más grandes escritores del rock hispano. Poeta, narrador, músico y, para mayor mitificación, ex-heroinómano, Alfaro es una de las personalidades más interesantes a nivel de pathos creativo de lo que he escuchado en el rock de nuestra lengua. Con su toque surrealista y maldito, tiene esa capacidad intima y épica tanto de hablar a las vísceras del oyente solitario como de hacer cantar himnos a las multitudes. Y eso fue lo que pasó en el concierto, pura devoción rescatada doce años después al son de las potentes melodías y confesiones de ángel caído que caracterizan a la banda. Como un Leopoldo María Panero con guitarra eléctrica, exorcizando las voces que lo hacen caer en el fango, Alfaro recitaba versículos tocados por la locura y la culpa, y los fanáticos los coreaban como si presenciaran una verdadera resurrección. Estar en medio de tanto fervor y, aunque no sabía las letras, poder entenderlas, o al menos sentir tu idioma resonando en el aire con la mejor poesía y bajo una llovizna gentil, fue fabuloso. A bajarse sus discos, sus letras y, si pueden, conseguir un volumen de poemas y relatos que tentaba mucho en un stand de homenaje al que jamás regresé.



00.05. Violent Femmes. Tampoco conocía de ellos sino el Add It Up, una recopilación, y el histórico primer disco homónimo. El concierto ya había comenzado cuando llegué y, sinceramente, me sorprendió lo colosal que se escuchaban. Obviamente el tamaño del guitarra Brian Ritchie ayudaba, pero oyéndolos en vivo uno tiene una impresión muy diferente a la que dan los discos, como si su música fuera un genio que se libera de su botella fonográfica y respira huracanado, barriendo con vigor sonoro, y con la ayuda del público sacudido, la mortaja que Lou Reed echó en el escenario. Rock con toques de folk y bluegrass, de parte de unos tíos que parecían venir de una barbacoa con ganas de montarla a punta de frenéticas melodías que, tomándoselo con calma, salpicaban de sus dedos. No fue fácil despegarse para ir a ver a Stereolab.



01.10. Stereolab. Entre los grandes nombres que brillaban en el cartel estaba el de esta prolífica y seductora banda, de la que no soy ni seré experto, aunque si agradezco al cielo el haber visto moverse y cantar en vivo a Laetitia Sadier, una de las mujeres más sexys que se pueden encontrar sobre un escenario. Lastima que hayan competido con un grupo como Gang Gang Dance y que, dado su frío y calculado preciosismo, en realidad verlos en vivo y escucharlos en cd no tenga tanta diferencia (dejando fuera a la ondulante Laetitia, claro). O tal vez estaba empezando a sentirme cansado y necesitaba algo más estimulante, así que después de unas pocas canciones (brillantes en muchos sentidos), fui en busca de otra de las perlas de la escena experimental neoyorkina.



01.30. Gang Gang Dance. ¿Cómo entrar en un trance cuando ya se esta preso de otros como el cansancio, las horas de sobredosis musical, la post-pscicoactividad, las faldas cortas, la piel rosada y, otra vez, el cansancio? El túnel que nuestro pensamiento debería atravesar se rompe por los diversos diámetros de piezas que no engarzan unas con otras. Al menos este endeble estado mental es la explicación que encuentro para la impermeabilidad que mi cerebro registra en el registro de esas horas. Pero lo que sí se es que estos meses voy a estar escuchando mucho de lo que hacen y han hecho Animal Collective, Excepter, Black Dice, esta banda y otras más que espero descubrir dentro de esta categoría de médiums de ritmos primitivos tras una pátina psico-tropo-technológica, estos rastreadores de cadencias musicales casi a punto de borrarse en las cuevas sumergidas de la humanidad. Canciones para bailar inmóvil y cayendo. Canciones robadas de las que los demonios bailan en su tiempo de ácido relax.

02.15. Mogwai. Una de las bandas más esperadas del festival dio cátedra sobre lo que es la elegancia noise. Debo aceptar que los traslados de mi cuerpo de escenario a escenario ya empezaban a cobrar factura, y no faltaron alarmantes pestañeadas en los momentos más delicados del concierto, pero tenía que sobreponerme, era el la cima del festival y después ya me podría permitir cualquier tipo de derrumbe. Con shots de tequila y cigarrillos que me invitaban, trataba de esquivar esos charcos de ojos cerrados que se iban multiplicando en el transcurso del directo. Vestidos con cazadoras verdes, presumo de algún equipo de fútbol escocés, los de Glasgow expandieron sus redes de cuerdas post-rock tejiendo de deshaciendo texturas de excepcional belleza. Delicado y poderoso a la vez, su concierto fue una marea impecable de ruido y filigrana, demostrando la plena madurez de una de las bandas que han sabido, si no ampliar, al menos cubrir más extensamente la paleta hipnótica de las guitarras espaciales.



03.00. The Boredoms. Tal vez la mayor curiosidad del festival. La fama de caos y salvajismo que los precedía, aunada a la dosis de caos y salvajismo que precede a cualquier grupo japonés, colapsó ante lo que no parecía ser más que una banda de bateristas, brutales eso si, pero armoniosos. Buen cambio de densidad instrumental luego del concierto anterior. Lejos de cualquier amago de disonancia, la banda de Kyoto estaba más cerca al ritual vudú, pasado por un filtro kraut-rock, que al snuff sádico e hiperviolento exportado por John Zorn. Pero el público, como yo, distaba de sentirse tribalista y se conformaba con el espectáculo de estos ex demoledores de la estructura musical, ahora devenidos en una especie de Tortoise en peyote, mucho menos aleatorios de lo que su fama auguraba.