10.6.06

Fantasmas de porcelana


Hago un paréntesis para comentar un libro que traje de Lima y acabo de leer: El picadero, de Adolfo Couve. Últimamente Chile ha estado mucho en mi mente, así que decidí seguir una vez más el cabo circunstancial que dirige mi consumo cultural y cogí el pequeño volumen. No recuerdo bien cómo llegué a él, pero adivino que fue por la conjunción de un viaje de mi padre al país del sur y por mi

búsqueda de joyas latinoamericanas escondidas. Y la narrativa de Couve así lo es, perteneciente a una pequeña e inexacta isla de narradores-poetas o formalistas introspectivos que escapan al paradigma del realismo social, junto a Maria Luisa Bombal y, por lo que he averiguado, a otros como María Carolina Geel o Erich Rosenrauch. El picadero es una novela breve sin hilo conductor, compuesta por capítulos independientes que se centran en cada uno de los personajes, bajo el trillado marco de una decadente clase alta. Puede estar lejos de ser una obra lograda, pero no por eso deja de ser interesante, sobre todo por la precisa y sugerente (diria incluso Schwobiana) prosa de Couve. Con un tono melancólico y reflexivo, propio de un escritor comprometido con la nostalgia, Couve retrata delicadamente —valga la mención que fue también pintor y profesor de Bellas Artes (el cuadro arriba, Balneario, es suyo)— las quebrantadas vidas de sus acomodados protagonistas, todos marcados por el corsé de su existencia palaciega y el rumor cercano del lado salvaje. Cada personaje principal, Angelino, su madre Blanca Diana y su esposo Souza, tienen un doble prohibido, amado —el amigo enamorado, la hermana perdida, él mismo en su doble vida—, que vive los limites por ellos y cuando se destruye hace los mismo con sus vidas de porcelana. Todos están escindidos fatal y crepuscularmente y lo que queda de ellos es una bruma pálida y polvorienta que la prosa de Couve dibuja magistralmente. Si bien su prosa es contenida, apacible, preciosista en algunos momentos y en otros recatada y analítica, guiada más por el gesto poético que por la psicología o sociología; más cerca del croquis que del detalle.
Para ahondar un poco más en este interesante outsider de la literatura chilena (a cuyo psicoanalista mi amiga chilena coincidentemente conocía) recomiendo el artículo de César Aira. Y los dejo con dos frases de esta extraña y modesta nouvelle:

"Cuando una relación va a ser duradera, el encuentro toma los visos de una fatalidad y uno no se resiste porque sabe que a esa persona la ha conocido en el futuro."


Si mis labios hicieron justicia a tanto desvelo e imprimieron en los suyos un beso, fue solo en sueños. Sueño dentro de un sueño, hijo dentro de otro ajeno, viejo amor dentro de uno nuevo.”

8.6.06

Primavera Sound: Jueves

Después del tour de force de peregrinaje melómano a lo largo y ancho del Forum; después de días que la música te empujó a los extremos de la euforia y de la fatiga, empujando hombros y surcando multitudes en camino hacia el escenario; después de un fin de semana donde tu única preocupación era hacerte un bocadillo, esconder bien alguna lata de cerveza o la siempre salvadora petaca, descargar fotos y vídeos, y trazar una ruta mental en el menú de conciertos; después de una siete jornadas en las que el Primavera extendió sus alas trayendo nombres nuevos y conocidos, vistos y no vistos, esperados, sorprendentes, insulsos; después de una de las citas musicales más paradisíacas y mágicas del año, irrenunciable ahora y en muchos años por venir; después de todo eso, aunque parezca mentira, es decidirse a escribir. ¿Qué debo contar? ¿Se puede describir lo que sentí, vi y oí en cada concierto? ¿O al menos en algunos? Y si es así, ¿cuáles? ¿Y vale la pena hacerlo? Bueno, ya veré que pondré, como siempre, por lo pronto comenzaré con el primer día, ese aperitivo que este año fue mucho más apetitoso que el pasado.


La catárquica presentación de los australianos The Drones fue una excelente forma de comenzar el festival. Una bajista alta, guapa y con cara de mala —Fiona Kitchin— era un buen incentivo para ponerse delante, pero su impávida actitud la oscurecía ante la energía del líder de la banda, el guitarrista y cantante Gareth Liddiard. Si bien la música no salía mucho de los moldes del garage sónico, la interpretación de Liddiard le da un toque inconfundible a la banda, con un desgarramiento palpitante, un fraseo visceral que lo asemeja a las arremetidas guturales de un temprano Nick Cave. Imprescindible bajarse sus dos discos y aguardar por el pronto lanzamiento del tercero.
Otro concierto memorable fue el de No-Neck Blues Band, banda de culto neoyorquina cuya comparación con The Residents por el anonimato riguroso de sus miembros y el eclecticismo experimental de su música me hizo preferirlos a los también atractivos Castanets y Meu. Sus conciertos —suelen preferir las calles y los parques a cobrar en un club—, son también remarcables. A diferencia de The Drones, que es exorcismo personal, esto es chamanismo psicodélico. Un acto en el que el intercambio y uso insólito de instrumentos, así como el uso de instrumentos insólitos (llámense bolsas de basura) me trasportó sin drogas ni nada a una atmósfera hechicera, como nunca había vivido desde que vi a los Jacky-O-Motherfucker. Música de trance, con toques de noise, free jazz, folk bizarro, música incidental, etc., que llenó el escenario Danzka CD Drome —de lejos el espacio más interesante en cuanto a riesgos y descubrimientos del festival— de sonidos que eran ingredientes cayendo a la pócima alucinógena que se preparaba en tu cerebro.
No soy fan de Motörhead, pero luego de este concierto me pasé a chequear cómo iban Lemmy y compañía. Verlos en tan buena forma y con un sonido tan aplastante, potente, compacto, y no tan mecánico como uno podía esperar, fue un placer, en especial cuando estabas rodeado de viejos y jóvenes metaleros/as, todos con las camisetas de la calavera humeante, las botas en punta y las cazadoras vaqueras llenas de parches.


Pese a tan buenos predecesores, nada me había podido hecho imaginar lo que sería el concierto de Yo La Tengo, sobre todo considerando su decepcionante presentación el año pasado en Benicassim. A diferencia del recital introspectivo y delicado de esa ocasión, el concierto de ayer fue brutal y orgásmico. Me he vuelto a enamorar de este grupo. Y no me cabe duda que Ira Kaplan es el mejor guitarrista sónico vivo. Ese día nos hizo pasar, hit tras hit, por retorcidas cumbres de distorsión lírica, solos que se extendían con una intensidad explosiva hasta desaparecer y regresar son más a un arpegio delicado. No puedo describir lo que es ver cómo se desata esa pasión por las texturas más escarpadas de la guitarra eléctrica, ese toque flamígero de cuerdas que va fluctuando entre truenos y chillidos, llenando tu cerebro hasta que tú también sientes que vas a estallar de una alegría fascinada. Porque pese a todo el salvajismo desplegado, Yo La Tengo es un grupo luminoso, no destructor y oscuro como Sonic Youth, sino efervescente, solar, y en sus mejores momentos, como ése, extático.


Mención deshonrosa merecen los infames Baby Shambles, con la estrella de tabloides Peter Doherty a la cabeza. Rock de molde barato que sólo puede convencer a descerebrados y desorejados. A su lado I’m from Barcelona podía resultar tragable, de no ser porque su presentación parecía un anuncio de Telefónica, con un pelotón de freakies saltando felices y coloridos en el escenario sin aparente justificación musical, ya que se escuchaban como cualquier cuarteto pop, muy lejos del sonido coral de los Polyphonic Spree. Para colmo de males, tocaron dos veces su vomitivo hit homónimo.

1.6.06

Dark Country Rocks!



En el medio de las anodinas presentaciones de Skimo y Jody Wildgoose, el concierto de Elliott Brood de ayer brilló no sólo por el intenso country que los caracteriza, sino por el inesperado buen humor, sencillez y complicidad con el público del trío canadiense. La verdad, a partir de su disco Ambassador —que dice la leyenda fue grabado en un matadero— yo me esperaba a tipos más graves y siniestros, una suerte de heraldos de la muerte que usaban el banjo como guadaña. Lejos de eso, se mostraron como unos chicos alegres y buena onda, contentos de estar tocando en un pequeño club de Barcelona ante una audiencia igual de agradecida. El ambiente ganó intimidad rápidamente, no faltaron las palmas y los aullidos al son de las cuerdas rítmicas de un eufórico Casey LaForet o de los gritos extáticos de Mark Sasso, quien se hacia cargo como podía de la imagen oscura del grupo contrapesando el entusiasmo de su compañero con un poco de seriedad, luto y el insigne banjo (que por otro nada tenía de pintoresco como instrumento frente a la valija que Steve Pitkin usaba como bombo). Más apolíneos, en definitiva, de lo esperado, durante alrededor de una hora los Elliott Brood iluminaron la noche con sus autodenominado death country, es decir con canciones que nos transportan a los paisajes sepias del western, con muchos cráneos de buey, sombras de buitres sobre la arena del desierto, noches de hogueras solitarias, pueblos fantasmas y cementerios en bonanza. Antes y después de su presentación los podías ver tomándose una cerveza entre el público. Gracias a eso pude pedirles su email, y ya estoy esperando que acabe este loco fin de semana para prepararles una buena entrevista.



Esta noche tengo mucha curiosidad por ver a los No-Neck Blues Band y a The Drones, además claro de repetir (¡vaya lujo!) a Yo La Tengo. No se sorprendan de que no vuelva a escribir nada hasta la próxima semana, que comienza ya el tren exclusivo de conciertos, sueño y alimentación.