24.1.07

15, de Royston Tan


Imaginen una versión de La vendedora de rosas, Ciudad de Dios y La virgen de los sicarios, menos lumpen y un poco más nihilista, a lo Requiem por un sueño (pero sin sueño), trasladada a Singapur y protagonizada por un grupo de delincuentes juveniles bajo las órdenes de un enfant terrible de los videoclips. ¿Tengo que decir que la explosiva mezcla incluye muchos colores saturados, tatuajes y piercings, violencia de videojuego, grafismo asiático, animación estilo flash, vértigo de música electrónica (a lo Aronofski) y sonoridad siniestra (a lo Lynch) y un amplio abanico de recursos de edición, desde los estilizados ralentis al scratching visual, sin olvidar claro la dosis de humor amarillo-casi-negro cuyo sentido en buena medida se nos escapa pero intuyo es el tono predominante y justificación de buena parte de este tour de force cinematográfico? El debut de este director ha sido censurado en su pais natal y consiguientemente alabado en todo el mundo. Una hipermoderna Singapur es escenario de este existencialismo underground y, como en las dos películas latinoamericanas primero mencionadas, Tan trabajó con chicos problemáticos reales (algunos de ellos hoy en prisión o desaparecidos), colegiales que se refugian de una sociedad y de unas familias opresivas devorando castamente lo único a lo que pueden acceder fuera de la escuela: drogas, pornografía, pandillas, MTV, suicidio. Lo más interesante es cómo combina la fuerte dosis de estilismo visual con la cruda desesperación de los protagonistas. Algunos dirían que la trivializa, y encontrarían más conveniente ritmos contemplativos como los de Tsai Ming Liang o Kim Ki-duk; otros dirían que refleja el ritmo excesivo, vacuo e incandescente de esos dramas adolescentes. Otros, como yo, se conforman con ver algo tan freaky que no se compara a ninguna perspectiva europea o norteamericana; una visión nueva, que es a lo que nos tienen acostumbrados los verdaderos creadores de esa periferia cinematográfica.

Enganchado a Johnson


No se qué misterio guarda Denis Johnson. Será que de los tres libros que había leído, el primero. Jesus Son (1992), un fulminante conjunto de relatos entrecruzados, me dejó deseando algo más de su poética y austera violencia (¿un cóctel de Richard Ford y Jim Thompson?), cosa que no encontré en la decepcionante Already Dead (1998), que no pude acabar de leer, y escasamente en su celebrado debut Angels (1983). Pero aún así, ya no me arriesgué a comprar pero si busqué en las bibliotecas El nombre del mundo (2000), traducida y prologada por Fresán. Y al fin vi recompenzada mi curiosidad, no con el mundo delicuencial, peligroso y rápido de sus cuentos, sino más bien con una excelente novela sobre el infierno lento pero inclinado de un académico. Los anteriores libros que leí estaban poblados de losers y outlaws, en perpetuo tránsito; ahora la historia se traslada a una ciudad universitaria, donde el protagonista, que perdió mujer e hija hace cuatro años, asordina su dolor con cátedras y cenas profesorales. Claro que el libro trata de su cura, un desaprendizaje existencial del que Johnson, muy atinadamente, sólo nos indica las escalas pero no las trayectorias. Y las escalas son sus relaciones con algún profesor un poco transtornado, con un grupo de adolescentes en farra, algún exitoso jefe de alguna secta intelectual, y principalmente con la estudiante, striptisera, performer y pintora pelirroja que encierra el secreto de la seducción de una vida más libre y el deseo traslapado con la cercenada paternidad. Johnson se lo toma con calma y encausa el relato por caminos pausados pero erráticos, que van poco a poco haciendo derrapar la estabilidad del protagonista, culminando en una inconclusa escena erótica que es continuada por otra de vergonzosa violencia, y de ahí a la fuga o desvío vital hacia los terrenos adrenalínicos del periodismo de guerra. Aún no me parece tan genial como Fresán dice, pero sin duda intentaré conseguir Fiskadoro (1985).