18.7.06

Aderezos picantes



Luego de mucho tiempo deseándolo, pude leer Wasabi, novela que puso a Alan Pauls en el Olimpo de los escritores hispanoamericanos de hoy en día. De Pauls había leído antes El pasado, libro premiado por el Herralde cuyas maratónicas casi seiscientas páginas, sin o recuerdo mal, fueron uno de los últimos retos de lectura de larga distancia que me he permitido. Y no lo digo por la extensión en sí misma, sino porque creo que a partir del segundo tercio uno sigue leyendo con la esperanza insatisfecha de encontrar algo de la brillantez que se encuentra en la primera parte de su novela. Y es que Pauls es dueño de una de las mejores prosas en castellano, sin duda, pero también es víctima de ella, enredándose en elegancias y sofisticaciones que pueden entusiasmar al gramático pero hastían al lector prematuramente emocionado.
Con Wasabi, novela cuatro veces más breve, me pasó algo similar. Desde ya, me encontré con una prosa tan enmarañada y sugerente como la de mi anterior lectura. En un principio me esperaba algo más cercano a un descenso pesadillesco (como anunciaba la contraportada) que a una sátira lisérgica, pero ahora veo obvio que lo último le va mejor a un estilo virtuoso en frases largas y acrobacias barrocas. Hay genios que pueden hacer todo eso a la vez, como por ejemplo Onetti, a quien se ve a leguas Pauls tiene como maestro en su predilección más por las comas que por los puntos finales, pero no es éste el caso del escritor bonaerense. El aguzado oído y la facilidad para la narración ondulante de Pauls es remarcable, pero su propio estilo, que funciona a la perfección en comedias negras como la falsamente espeluznante Wasabi, lo hace fracasar en odiseas sentimentales como la de El pasado. No puedo evitar pensar en las contorciones faciales de Jim Carrey, cuyo limitado registro no daba trazas de cambiar hasta que aparecieron Man on the Moon y sobre todo la asombrosa Eternal Sunshine of a Spotless Mind. Esperemos que en su próxima obra a Pauls le alcance el talento para ampliar con mejor fortuna, es decir con más sensibilidad y menos (o igual) ironía, su registro.

11.7.06

Noches de cava y arte

Barcelona siempre tiene sorpresas. Uno va a la inauguración de una exposición con la idea de tomarse unas copas gratis y ver algo ultra cool que ronda con sus más elevados intereses fetichistas, y termina en unas series de esculturas-calzado que como máximo podrían adornar un sex-shop o una tienda de bromas. Otra semana pueden ser las inauguraciones simultáneas de dos destacados ilustradores nortemericanos, como Gary Baseman y Tim Biskup y regresar a casa con una deliciosa embriaguez marca Freixenet y Absolut, una entrevista escarpada con el (a mi juicio) más interesante de ambos artistas, dos revistas de tendencias y una recomendación cinéfila del actor porno Nacho Vidal. Todo gratis.
A propósito de ese último jueves, quisiera anotar algo sobre el arte de Baseman, artista consagrado de la ilustración (¡de esa élite que llega a ver plasmados sus dibujos en juguetes!) cuya ascendente carrera imposibilita contemplar su encasillamiento (“—Siempre estoy viendo adelante, haciendo cosas nuevas” —¿Cómo que? —Silencio nervioso”) a no ser que unas copas avanzada la noche le hagan reconocer lo contrario (“—Recién estoy comenzando. ¡Lo que quiero es dominar el mundo! —¿Qué dices? ¿Qué mundo? ¿El del arte, el de la política? —“Quiero tener todo el dinero y todas las chicas!”). Ya desde la primera pregunta me di cuenta de que Baseman no era un artista al que le guste discutir y darle vueltas a las cosas. Para el todo es claro y superfluo. Todo se piensa y se zanja con la misma diferencia de tiempo que separa sus autógrafos a los fans de sus onerosos cuadros: es decir casi nada. No quiero decir que no me guste su arte, suficientemente atractivo y personal para que me monte ideas sobre la inocencia vestida de sordidez (apuesta mas original que la manida fórmula contraria) o sobre la peculiaridad y atractivo de su universo, pero verlo hacer rápidamente en los cuadernos de sus admiradores dibujos que no tenían mucha distancia con las pinturas que vendía hasta casi cuatro mil euros me descorazona.

Lo mismo podría imaginarme una serie de clones del artista vestidos de verde pistacho, inaugurando muestras alrededor del mundo y dibujando autógrafos en páginas y pieles de bellas e igualmente ebrias adoratrices. A su lado, las pinturas de Biskup sonríen de manera ingenua: meros ejercicios que repasan la historia de las vanguardias bajo una pátina de estilo propio o juegan de saco con la ilustración más comercialmente subversiva e irónica. De pronto se me mezclan los recuerdos y lo asocio con el título de la porno de Vidal y concibo Baseman y sus esclavas. ¡Y entonces me doy cuenta de que en verdad quiere conquistar el mundo! ¡Baseman como el monstruo vestido de top-ilustrator que por un inexplicable designio Biskup dibuja! ¡Un virus se expande por Barcelona! ¡Si follas dentro de las seis horas posteriores a ver un dibujo de Baseman caes en sus redes y te conviertes en un modernito! ¡Y Nacho Vidal debe regresar al porno para liberarnos!

9.7.06

Primavera Sound: Sábado




El último día de comenzó con una infructuosa búsqueda de alguna droga estimulante con la que combatir la predecible fatiga que me encontraría en la peregrinación festivalera. Podía seguir intentándolo, pero eso hubiera significado llegar tarde a las primeras citas infalibles del día:

19.30 pm. Shellac. Una de las cosas inexplicables de la programación de las salas (el año pasado pasó lo mismo con Echo & The Bunnymen) fue ver a un grupo punk como éste en el auditorio mientras una retahíla de practicantes de la vertiente más suave del rock-folk-country-pop (en sus versiones más puras o mezcladas) tocaba al aire libre ante un auditorio que hubiera hecho un mejor uso de las butacas que pararse sobre ellas. Steve Albini trató de paliar esto invitándonos a acercarnos al escenario, pero: 1) o es tan genial que nos usó para hacer más asordinado aún su sonido, o 2) no previó que así malograba lo mejor que nos podía ofrecer tan desafortunada locación. Más allá de esto, el concierto fue una brillante demostración de lo que se puede hacer con una estética tan minimalista: que una o unas pocas canciones suenen increíbles y que en un lapso mayor de tiempo todas las canciones se parezcan. No soy un seguidor acérrimo de ellos, pero su música siempre me ha parecido como enlatada, no en el sentido de masiva, obviamente, sino pensando más en los alimentos que se llevan los soldados, exploradores o astronautas: algo expresamente esencial y desabrido. Como contrapunto, eran una de las bandas que más he visto conversar con el público, invitándonos a hacerles preguntas y mostrándose relajados y abiertos. Situaciones así hacen que surjan preguntas desconcertantes (el propio Bob Weston dijo no haber escuchado nada igual), como que un espectador le pregunte a la banda si le gusta el público (¡plop!).



20.10. Televisión Personalities. Por segundo año consecutivo no tocó.

21.20. Lou Reed-Deerhoof. Esta momia del rock podría haber sido un buen candidato para el auditorio. Como me imaginaba, a la tercera canción una mezcla de aburrimiento, lástima y desprecio me hicieron movilizarme para ver a un grupo que al menos representaba un signo de interrogación.



Así pues, enrumbé hacia el escenario más prometedor del festival para ver a Deerhoof, una banda de rock experimental de San Francisco de la que alguna vez escuché algo (creo que el Reveille), pero que (ahora lo recuerdo) borré de inmediato del ipod ante la indigerible voz de Satomi Matsuzaki. Luego de No-Neck Blues Band o Animal Collective, estos me parecieron unos desquiciados sin inspiración, o al menos con una que yo conecte. Simplemente hacer hora para ir luego a Surfin’ Bichos, concierto que prometía buen pop y sobre todo una audiencia enamorada.



22.55. Surfin’ Bichos. Una de las reuniones más soñadas del indie español era obviamente punto álgido de curiosidad para un foráneo, que los había escuchado y sobre todo oído cantar a sus compañeros de piso. Lo que más me gusta de la banda, que por otra parte no ofrece otra cosa que un excelente rock melódico, son las letras de Fernando Alfaro, uno de los más grandes escritores del rock hispano. Poeta, narrador, músico y, para mayor mitificación, ex-heroinómano, Alfaro es una de las personalidades más interesantes a nivel de pathos creativo de lo que he escuchado en el rock de nuestra lengua. Con su toque surrealista y maldito, tiene esa capacidad intima y épica tanto de hablar a las vísceras del oyente solitario como de hacer cantar himnos a las multitudes. Y eso fue lo que pasó en el concierto, pura devoción rescatada doce años después al son de las potentes melodías y confesiones de ángel caído que caracterizan a la banda. Como un Leopoldo María Panero con guitarra eléctrica, exorcizando las voces que lo hacen caer en el fango, Alfaro recitaba versículos tocados por la locura y la culpa, y los fanáticos los coreaban como si presenciaran una verdadera resurrección. Estar en medio de tanto fervor y, aunque no sabía las letras, poder entenderlas, o al menos sentir tu idioma resonando en el aire con la mejor poesía y bajo una llovizna gentil, fue fabuloso. A bajarse sus discos, sus letras y, si pueden, conseguir un volumen de poemas y relatos que tentaba mucho en un stand de homenaje al que jamás regresé.



00.05. Violent Femmes. Tampoco conocía de ellos sino el Add It Up, una recopilación, y el histórico primer disco homónimo. El concierto ya había comenzado cuando llegué y, sinceramente, me sorprendió lo colosal que se escuchaban. Obviamente el tamaño del guitarra Brian Ritchie ayudaba, pero oyéndolos en vivo uno tiene una impresión muy diferente a la que dan los discos, como si su música fuera un genio que se libera de su botella fonográfica y respira huracanado, barriendo con vigor sonoro, y con la ayuda del público sacudido, la mortaja que Lou Reed echó en el escenario. Rock con toques de folk y bluegrass, de parte de unos tíos que parecían venir de una barbacoa con ganas de montarla a punta de frenéticas melodías que, tomándoselo con calma, salpicaban de sus dedos. No fue fácil despegarse para ir a ver a Stereolab.



01.10. Stereolab. Entre los grandes nombres que brillaban en el cartel estaba el de esta prolífica y seductora banda, de la que no soy ni seré experto, aunque si agradezco al cielo el haber visto moverse y cantar en vivo a Laetitia Sadier, una de las mujeres más sexys que se pueden encontrar sobre un escenario. Lastima que hayan competido con un grupo como Gang Gang Dance y que, dado su frío y calculado preciosismo, en realidad verlos en vivo y escucharlos en cd no tenga tanta diferencia (dejando fuera a la ondulante Laetitia, claro). O tal vez estaba empezando a sentirme cansado y necesitaba algo más estimulante, así que después de unas pocas canciones (brillantes en muchos sentidos), fui en busca de otra de las perlas de la escena experimental neoyorkina.



01.30. Gang Gang Dance. ¿Cómo entrar en un trance cuando ya se esta preso de otros como el cansancio, las horas de sobredosis musical, la post-pscicoactividad, las faldas cortas, la piel rosada y, otra vez, el cansancio? El túnel que nuestro pensamiento debería atravesar se rompe por los diversos diámetros de piezas que no engarzan unas con otras. Al menos este endeble estado mental es la explicación que encuentro para la impermeabilidad que mi cerebro registra en el registro de esas horas. Pero lo que sí se es que estos meses voy a estar escuchando mucho de lo que hacen y han hecho Animal Collective, Excepter, Black Dice, esta banda y otras más que espero descubrir dentro de esta categoría de médiums de ritmos primitivos tras una pátina psico-tropo-technológica, estos rastreadores de cadencias musicales casi a punto de borrarse en las cuevas sumergidas de la humanidad. Canciones para bailar inmóvil y cayendo. Canciones robadas de las que los demonios bailan en su tiempo de ácido relax.

02.15. Mogwai. Una de las bandas más esperadas del festival dio cátedra sobre lo que es la elegancia noise. Debo aceptar que los traslados de mi cuerpo de escenario a escenario ya empezaban a cobrar factura, y no faltaron alarmantes pestañeadas en los momentos más delicados del concierto, pero tenía que sobreponerme, era el la cima del festival y después ya me podría permitir cualquier tipo de derrumbe. Con shots de tequila y cigarrillos que me invitaban, trataba de esquivar esos charcos de ojos cerrados que se iban multiplicando en el transcurso del directo. Vestidos con cazadoras verdes, presumo de algún equipo de fútbol escocés, los de Glasgow expandieron sus redes de cuerdas post-rock tejiendo de deshaciendo texturas de excepcional belleza. Delicado y poderoso a la vez, su concierto fue una marea impecable de ruido y filigrana, demostrando la plena madurez de una de las bandas que han sabido, si no ampliar, al menos cubrir más extensamente la paleta hipnótica de las guitarras espaciales.



03.00. The Boredoms. Tal vez la mayor curiosidad del festival. La fama de caos y salvajismo que los precedía, aunada a la dosis de caos y salvajismo que precede a cualquier grupo japonés, colapsó ante lo que no parecía ser más que una banda de bateristas, brutales eso si, pero armoniosos. Buen cambio de densidad instrumental luego del concierto anterior. Lejos de cualquier amago de disonancia, la banda de Kyoto estaba más cerca al ritual vudú, pasado por un filtro kraut-rock, que al snuff sádico e hiperviolento exportado por John Zorn. Pero el público, como yo, distaba de sentirse tribalista y se conformaba con el espectáculo de estos ex demoledores de la estructura musical, ahora devenidos en una especie de Tortoise en peyote, mucho menos aleatorios de lo que su fama auguraba.

8.7.06

Primavera Sound: Viernes

Suerte de pasar un par de latas de cerveza y de encontrarme media botella de vino.
Suerte de tener un ácido en el bolsillo.
Suerte de no entrar a escuchar a La Buena Vida por exceso de cola y anticuerpos.
Suerte de encontrarme a Wayne Coyne caminando y que me autografíe el rostro impreso de Lou Reed.
Suerte de que Bea tuviera barra libre por pinchar vídeos. Suerte... etc., etc., etc.


19:10. Yeah Yeah Yeahs: Por más admiración que me cause, ya tenía claro que Mick Harvey iba a ser sacrificado por la atracción eroto-vocal que siempre me ha producido la actual novia de Spike Jonze. Y no me arrepiento. Ver a Karen O (ese híbrido de los dotes sexuales de Lydia Lunch y vocales de Siouxsie Sioux) rugir como una bruja endemoniada y moverse como una puta algo colocada modelando sobre el escenario, y ver además a Nicolas Zinder tocando la guitarra con la cólera gótica de un enfant terrible —tal vez tratando de trasladarse en el tiempo y en las bandas a un primer The Cure—, pintaba mucho mejor que intoxicarme de melancolía y acabarme la petaca demasiado temprano con las otoñales melodías del insigne Bad Seed (aunque espero verlo en otra oportunidad).

21.20. Killing Joke: Nunca los escuché mucho, y la verdad luego de su presentación me limitaré a respetarlos como una banda de hallazgos seminales en los primeros ochentas —en el limite entre el new wave y del heavy metal— pero con poco que decir ahora que el juego de espejos se extiende por mas de dos décadas y su sonido ha derivado en la vertiente menos inspirada de la segunda generación de sus propias influencias. Paso completamente de ver de nuevo las lamentables poses de Jaz Coleman: un loco salido del asilo que se cree Ozzy, con intenciones fantasmales pero que sólo nos asusta con sus saltitos y pasitos sin ritmo. A bailar Love Like Blood y punto.



00.00. ESG. Menos mal que ya había visto a Dinosaur Jr. y no me lo pensé demasiado para ir a ver a la vertiente más rítmica del no wave. No las conocía mucho, la verdad, pero uno de los mejores momentos del festival fue sin duda el ver y escuchar a las hermanas Scroggins, sus hijas y el rap latin post punk, sexy y cadencioso, que nos hizo bailar con una lección de ritmo y minimalismo al que le debe aún mucho el hip hop y el trip hop y cualquier género que se alimente de vocales acariciantes y ritmos explosivamente voluptuosos. Solamente ver moverse a Chistelle, hija de alguna de ellas, ya emocionaba. Su exuberante sensualidad, el canto felino y las tres notas aprendidas en una guitarra que a todas luces tocaba cuidando la manicura, fueron suficientes para rendirnos y pedir más. A ver a estas mininas dondequiera toquen!!!



01.05. Sleater-Kinney. Siguiendo con las bandas femeninas, al terminar el show fui rápido a ver a este trío de riot grrrl’s, recientemente separadas, que prometió y cumplió. Cosa seria: indie rock con las cuerdas afiladas, políticamente comprometidas e instrumentalmente intensas y cerebrales. El concierto fue una buena oportunidad para dejar que bajen las pulsaciones y recibir un poco de la distorsión y melodía que el día anterior nos había dado Yo La Tengo y al siguiente nos daría Mogwai. Una lástima que a menos de un mes se hayan separado, cuando todo auguraba un revival. Buena recomendación para universitarias que no hayan sido contaminadas incurablemente por la trova.



02.15. The Flaming Lips. Sin duda el espectáculo del festival. Antiguos y nuevos fans gozamos de la explosión circense que lideraba un Wayne Coyne peligrosamente cerca del megalomaniaco Bono. Con una banda chicas astronautas y papa noeles a cada flanco, Coyne se desenvolvía como todo un anfitrión en el show surrealista que tenía preparado, lleno de luces irisdiscentes, fuegos artificiales, disfraces inesperados, guantes gigantescos y guapas guiris deslizándose sobre las manos alzadas del publico, que gritó y saltó coreando como no vi repetirse en ningún otro concierto de lengua inglesa. Euforia ácida con Fight Test y clamor sordo con la reciente The Yeah Yeah Yeah Song (curiosamente Coyne fue un espectador escondido en el concierto de la casi homónima banda neoyorkina), entre otros temas de su ultimísima etapa, siempre de la mano de unos visuales impecables, se convirtieron en el inmejorable clímax del viernes. No puedo dejar de pensar, sin embargo, en cómo serían con menos teatro y más energía musical.



03.00. Animal Collective. No podía haber mejor destino para el viaje de los labios flameantes que esta banda que hizo un tour por su universo melódico completamente alienígena. Y es que al escucharlos era como leer poesía: en lugar de movernos con ritmos que nuestro cuerpo reconoce y ante los que reacciona, teníamos que identificar primero cuál era esa cadencia escondida en el caos de sonidos, ese hilo conductor de pura magia y locura, difícil de reconocer pero perceptible y responsable de ese tenue sentido de unidad de las centrífugas canciones. Escarbar y escuchar las repeticiones mutantes era un trabajo detectivesco y fascinante, un film noir experimental ambientado en la granja siniestra del inconsciente, en el que el investigador encuentra maravillado su propia perdición. Extraviados en el la hipnótica niebla musical que emanaba del escenario, uno podía aceptar el fin de la segunda noche y regresar medio zombie a casa, o perderse poseído en las pistas de baile (a esa hora pinchaba Alexander Kowalski), pero de cualquier modo era dueño de la satisfacción infalible de haber recibido lo mejor al final.